Políticas anti-morfológicas

Hace casi dos años ya, el 1 de julio de 2021, tuve la suerte de acompañar a Amador Fernández-Savater, Hugo Savino y Amanda Núñez en la presentación del libro de Amador, La fuerza de los débiles, en el espacio de arte y pensamiento, Cruce.

La fuerza de los débiles es un libro preciso, de esmerada economía y elegancia conceptual, lleno de flechazos, que te emboscan y conmueven.

Hace unos días volví a leer las notas que preparé para la presentación y me ha parecido que hay algunas ideas sugerentes, así que me he decidido a publicarlas.

En las notas abro un espacio para poner en conversación el pensamiento de Amador con la antropología política de Pierre Clastres y David Graeber y David Wengrow, y algunos textos clásicos de Marcel Mauss o Robert Lowie. (Cuando escribí estas notas El amanecer de todo, de Graeber y Wengrow, no había salido aún, pero algunas de sus propuestas principales circulaban ya en textos sueltos. Aquí resumo ideas que aparecen luego en el libro.)

Las notas se dividen en dos partes. En la primera parte ofrezco un resumen del libro de Amador. La segunda parte ensaya la idea de una política anti-morfológica. Con esta noción apunto no tanto a una política sin formas, como a una política sin concentraciones, cuya intensidad se apoya, no en la centralización o agregación del poder, sino en sus transformaciones.

Sobre La fuerza de los débiles

El libro de Amador se abre invitándonos a recordar, volver a pasar por el corazón, lo que el 15M pudo, y de ese modo hacer balance. Como dice Amador: “El balance nos regala la posibilidad de insistir distinto. […] El balance abre, desde la derrota, un nuevo derrotero.” (11)

El 15M, nos dice Amador, abre “un agujero en la historia” (18) de la cultura democrática española, rasga la cronología consensual que había fabricado el mito de la Transición. Y nos hace ver con claridad que esa cultura consensual se sostiene sobre una democracia disuadida y disuasiva, que ha transformado el terror en amenaza y donde gobernar consiste ahora en administrar el miedo.

Y este es el origen secreto de nuestra democracia, una democracia amparada en la lógica de la guerra. Como dice Amador: “El consenso que pone fin a la guerra no la deja atrás, sino que la conserva indefinidamente en su seno […] El mismo consenso es la guerra hecha lenguaje, la guerra en el lenguaje, muerte que habla.” (28)

Este es el marco teórico de partida, el desafío: pensar desde la teoría de la estrategia, desde la teoría de la guerra

En una lógica de guerra solo hay vencedores y vencidos, o como dice Amador, vencedores y convencidos, vencidos que asumen la lógica de guerra como tablero donde ha de desplegarse lo político—y a partir de ese momento, la política, también. Pues en última instancia “la guerra es la verdadera razón de Estado” (26).

Sólo hay una manera de jugar en ese tablero, el tablero impone sus reglas, que son las reglas de la guerra de conquista, del control, de la cosificación de las relaciones y los afectos, siempre acechadas por la amenaza de muerte. Este tablero, esta política, este mundo, solo puede ofrecernos una convivencia donde nuestros vecinos son nuestros enemigos.

No hay manera de cambiar las reglas del juego desde dentro del tablero mismo. “No se sale del juego”, dice Amador, “añadiendo jugadores, sino produciendo nuevo juego.” (33)

Y el 15M aparece aquí, irrumpe en medio de esta partida. Rompe el tablero, rompe el consenso, propone una línea de fuga. Un gesto disidente frente a la disuasión, democracia real ya frente a la democracia disuadida.

El 15M ilumina el camino que hay que seguir para desalojar el miedo de la vida en común. ¿Cómo?

1. Desde un principio de plasticidad, mostrándonos formas de vida, espacios y tiempos que se sustraen y transforman las lógicas de la conquista

2. Desde un principio de división, mostrando la fecundidad democrática que deviene de habitar conflictos y controversias

3. Desde el principio de la primacía de lo instituyente, que no le tiene miedo a la vida sino que goza con sus continuos despertares, que busca y crece desde la autoorganización del caos

Plasticidad, tumulto y creatividad instituyente.

Hasta aquí lo que el 15M hace, la figura de su gesto intempestivo en el tablero político, en el laberinto español. ¿Pero qué nos enseña sobre las fuerzas y energías que recorren y sostienen nuestros modos de habitar?

Vivir en la democracia disuadida, atenazados sigilosamente por el miedo, no es otra cosa que vivir en una tregua, una suerte de interregno entre la muerte y la vida, entre la guerra y la paz.

Habitar el interregno pueda dar pie a dos ilusiones:

1. Podemos llegar a creernos que es posible hacer política sin ostentación de fuerza (porque la democracia es una tabula rasa que nos ecualiza a todas).

2. O, por el contrario, donde todo es mentira y fachada, seguimos instalados en la muerte, y la única manera de vencerla es armándonos de muerte nosotros también. Sólo haciéndonos fuertes podemos ganar la partida de la fuerza.

Y ese es el peligro de las treguas, saturadas como están por la amenaza de muerte y las tentaciones de la fuerza.

Pero hay otra fuerza, una fuerza de naturaleza distinta. Una fuerza que no busca “ganar”, que no busca conquistar el tablero, sino organizar su duración, conservar una forma de vida y territorio. Esta es la fuerza de los débiles.

La fuerza de los débiles busca poner el tiempo de su parte, abriéndolo, desplegándolo, haciendo vibrar y activar cada capa, cada folio, las energías que en ellas habitan, recorriendo y excitando sus nervios, multiplicando amistades, tejiendo complicidades.

Los débiles hacen tiempo y se hacen territorio, desde los afectos, desde los vínculos, desde la voluntad de escucha, desde la fecundidad del conflicto como motor de auto-transformación.

Allí donde los fuertes solo buscan rodearse de ausentes, para poder hacer y deshacer a su antojo, los débiles buscan intensificar las presencias (80).

Hasta aquí mi resumen del libro. Hay toda una parte del libro, muy importante, que no he cubierto, sobre “el problema de la traducción”: cómo prolongar las energías de un movimiento en el tiempo, las tentaciones del “asalto institucional”, de traducir el movimiento en uno de los jugadores del tablero.

Voy a tocar alguno de estos temas, pero primero me gustaría ponerme mi gorro de “antropólogo” y acercarme al libro desde ahí, desde la antropología.

Bueno, desde una antropología, una antropología muy clásica, pero que en cierto modo se pone a la altura, desde sus recursos, del desafío que el propio Amador se ha puesto: pensar la estrategia, el largo plazo, la fuerza, la muerte, la guerra.

Desde esta antropología vamos a trabajar figuras muy similares, incluso llegar a conclusiones parecidas, pero los pliegues y las sombras son algo distintos, y espero que los contrastes den qué pensar.

Sobre antropologías anti-morfológicas

Quiero poner en juego dos ideas, asociadas a dos autores, y tirar un poquito de cada una. Las ideas giran en torno a (i) la guerra como forma social, (ii) en torno a la desigualdad (la diferencia entre los fuertes y los débiles). Los autores son Pierre Clastres y David Graeber. Empiezo con Clastres.

En mi lectura del libro de Amador me he topado con un interlocutor silencioso: Pierre Clastres, editor, junto con Claude Lefort, Castoriadis, Miguel Abensour, de Libre, y alguna de cuyas ideas yo he sentido que caminan de puntillas de la mano de estos otros autores en el libro de Amador.

Clastres es uno de los padre de la antropología política, que hasta su llegada solía ser teoría política comparada. Clastres piensa desde y con las “sociedades primitivas” (el término que usa Claestres; a partir de ahora voy a hablar de sociedades indígenas). Estas sociedades, para Clastres, no son ejemplos que nutren el repertorio de la teoría política clásica. Son creadoras de pensamiento político ellas mismas.

Clastres se posiciona abiertamente frente a la teoría política clásica.  En su estado “natural”, nos dice esta tradición, la sociedad es violenta, está en guerra (Hobbes). Las sociedades indígenas son ejemplo de ello. El Estado es el agente pacificador, la herramienta de civilización. Esto nos recuerda eso que dice Amador: “la guerra es la verdadera razón de Estado”, la única manera de abandonar el primitivismo infantil de la violencia.

Esta es una metáfora importante, sobre la que volveré: la idea de que hay un estado de “infancia” en la política que es necesario superar. El Estado nos permite superar el primitivismo tribal de la guerra, abre la puerta al hombre desnudo y lo “sociabiliza”, pasa de ser anti-social a formar parte de “lo social”.

Amador nos descubre que una de las traducciones que hace Podemos del aliento del 15M va en esa misma dirección: el 15M es inmadurez e infancia y Podemos habilita un paso para entrar en el tablero y “jugar con los mayores”.

Pero Clastres desplaza el argumento. No es que las sociedades indígenas no tengan Estado, no son sociedades sin Estado. Al contrario, son sociedad en contra del Estado, cuyos modos de organización están expresamente diseñados para impedir su estatalización, para impedir la concentración de poder y el nacimiento de la desigualdad.

Son sociedades guerreras, sí, pero lo son justamente porque la guerra es su vector de inmunización, se hacen inmunes al Estado gracias a la guerra. ¿Cómo? Porque la guerra es un mecanismo de diferencia, no de unificación; luchan para demarcarse unas de otras. Dice otro antropólogo, Eduardo Viveiros de Castro, recordando a Clastres, que pensar la multiplicidad es pensar “contra el Estado” (Cannibal metaphysics, 177), porque la multiplicidad es dispersión, movimiento centrífugo.

Hasta aquí Clastres. Recapitulo: La guerra es estructural a la sociedad, no es algo anti-social, es uno de los tuétanos del ser social. Pero hay distintos tipos de guerra. Hay guerras que buscan la unificación de un poder coercitivo; hay guerras que buscan dispersarse, molecularizarse en forma de poder no-coercitivo.

¿Pero entonces, os diréis, hay atomización tribal, anomia, cada uno por su lado? No, porque el impulso de la guerra se prolonga, se transforma, en lo que Viveiros de Castro (bebiendo de Deleuze y Guattari) llama “alianzas demoniacas”.

Las sociedades amerindias se relacionan unas con tras desde una “metafísica caníbal” que no busca aniquilar al otro sino relacionarse desde la ambigüedad diferencial, intensificando los roces y los desencuentros. Se prolonga la guerra para tornarla en un modo de construirse con la diferencia.

La imagen clásica del diplomático amerindio es la del chamán: “transformador” de mundos, que no es intermediador de “tolerancias”, ni siquiera de “convivencias”, no es un gestor de diferencias, sino un catalizador de tensiones, de energías, que se la juega en cada viaje, en cada desplazamiento.

Esta imagen de las diplomacias amerindias ofrece pliegues interesantes vis-a-vis la propuesta de Amador. Dice Amador que los débiles no defiende un territorio, son el territorio, resuenan y reverberan con él. Esta es una idea muy fecunda que también ha sido explorada desde la antropología.

Eduardo Kohn ha escrito por ejemplo sobre cómo piensan los bosques, qué pueda significar “emboscarse”. No es lo mismo ser bosque que dejarse emboscar: mientras la primera acepción evoca un romanticismo identitario del terruño, la segunda incoa ese conocimiento profundo de un territorio y de sus amenazas, las promesas de sus alianzas y de sus demonios. Se conoce un territorio no desde la saturación de sus saberes, sino haciendo lugar a sus misterios.

Y esto me da pie para hablar del problema de la traducción que menciona Amador: la importancia de esas “alianzas demoniacas” en política, que no son alianzas entre enemigos, que no son alianzas entre jugadores del tablero, sino alianzas con lo desconocido, una orientación a la política desde la aventura, la transformación y el riesgo.

La traducción del “asalto institucional”, dice Amador, convierte en espectáculo la fuerza de los débiles, diluye los afectos, los vínculos y el amor por un territorio en un slogan, un signo, un tuit. Esto es un error, dice con razón Amador. “La base de la fuerza de los débiles es el “entre”, la madeja de afectos que nos constituye y sostiene, la trama de los vínculos.” (69)

Pero de la mano de esas metafísica caníbales me gustaría añadir un plus de generosidad a esa política de los afectos, los vínculos y el territorio: un plus que nos invita a pensar no sólo la filosofía de sus emociones sino también la antropología de sus sombras y misterios. No sólo “lo social” sino también lo “anti-social”. El vínculo y el anti-vínculo, el afecto y el anti-afecto, la territorialización y la desterritorialización. Porque no sabemos qué pueda ser cada cosa.

Pasemos a Graeber y Wengrow. En El amanecer de todo abordan la pregunta clásica sobre el origen de la desigualdad. Esta pregunta está en el corazón de la filosofía política occidental: ¿de dónde nace el poder?, ¿cómo organizarlo?, ¿qué sería entonces un contra-poder? Hay ecos de estas preguntas también en el texto de Amador: “¿Cómo componer las diferencias en una fuerza mayor? ¿Cómo construir una fuerza que no es exactamente una organización? ¿Cómo coordinarse sin coordinadora?” (77)

Las historias sobre el origen del poder funcionan todas como variantes seudo-rousseaunianas del discurso sobre la desigualdad: de las sociedades igualitarias de cazadores-recolectores a la revolución agrícola, el nacimiento de las ciudades, la división del trabajo, las burocracias, las élites administrativas, la concentración del poder, la desigualdad.

En esa obra maestra que es El amanecer de todo, Graeber & Wengrow nos demuestran que nada de esto es del todo cierto, que el archivo arqueológico y etnohistórico nos invita a cuestionar ese imponente consenso liberal sobre los orígenes de la desigualdad. Es un error, insisten, fundar el pensamiento político en el mito de una infancia que es necesario superar. Las meta-narrativas de la modernidad, el progreso, la democratización, son todas hijas del mismo ideario seudo-rousseauniano, y en todos los casos sus fundamentos empíricos están equivocados.

Un par de ejemplos:

Los trabajos de Mauss sobre la “doble morfología” de los Inuit nos enseñan cómo las sociedades esquimales siguen una organización estacional, agregándose en formas comunales durante el invierno (con una sociabilidad ceremonial abierta a los muertos y los espíritus, liderazgos basados en el carisma y la persuasión, un ethos de generosidad comunal) y desagregándose en bandas moleculares de cazadores que se dispersan por el territorio en verano (con liderazgos más marcados, mayor presión patrilineal y control de los padres sobre sus hijos, y un sistema de propiedad pronunciado, delimitando quién tiene acceso al uso de qué armas). Las sociedades esquimales, nos dice Mauss, tienen dos estructuras sociales, con dos sistemas de diferenciados de ley y religión. Una sociedad, dos sistemas político-religiosos.

Las investigaciones de Robert Lowie sobre la estacionalidad de las formas políticas y rituales de la vida en común entre las sociedades de las Grandes Llanuras apunta en una misma dirección. Lowie estudia los movimientos de concentración y posterior desconcentración de bandas Cheyenne y Lakota durante la caza del búfalo en verano. Y observa que durante las épocas de “agregación” los indios desarrollaban formas de organización “estatales”, con cuerpos de policía y castigo, que sin embargo se deshacían al término mismo de la estación ritual, con la vocación expresa de subvertir justamente cualquier impulso autoritario.

¿Qué nos dicen estos ejemplos? Encontramos una experimentación constante, una reflexión colectiva continua sobre las tentaciones, las oportunidades, los ritmos, los espacios, los relatos y ceremonias que son necesarios para sostener una comunidad. No hay una política para una sociedad. La política no es un tablero sino una orientación: hacia el ensayo, la experimentación, la transformación.

En rigor, la política ni siquiera es poder, fuerza, desigualdad. Es movimiento, circulación, estacionalidad, ritmos, reversibilidad, intercambio, fiesta, duelo, comunidad espiritual. La política son estos viajes y estos paisajes, sus modos de ensayo, sus rastros, sus aprendizajes.

¿Podemos poner esto en conversación con nuestras experiencias políticas más cercanas?

Pensemos en el 15M por ejemplo. Yo diría que el clima del 15M fue justamente eso: viajes, paisajes, experimentos.

¿Se desinfla el 15M a finales del 2013? Las plazas y las mareas, quizás. Pero hay un aliento quincemayista incombustible en la Red de Huertos, el Campo de Cebada, En bici por Madrid, La Liga Cooperativa de Basket, la Red de Espacios Vecinales (con EVA, Montamarta, Estaesunaplaza, La Ingobernable, etc., etc.), el espacio Ucrania, el Instituto Do-It-Yourself de Todo por la Praxis, el proyecto Autobarrios de Basurama en San Cristóbal, Makespace Madrid…

Pensemos estos espacios como estaciones del 15M, momentos de su estacionalidad, sistemas que se “agregan” y “dispersan”, a veces en espacios y asambleas, a veces en redes e infraestructuras, a veces en aprendizajes, complicidades, afectos. 

Podríamos, incluso, pensarlas como “alianzas demoniacas”, modos de habitar umbrales confusos, entre lo público, lo común y lo libre. Y observaríamos que hay natividad política allí donde se dan movimientos anti-morfológicos, por ejemplo, cuando lo público y lo común se desbordan mutuamente, o lo libre y lo público conspiran juntos, abriendo grietas para el despertar de lo público-común o lo público-libre.

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