Asamblearismo: ese monstruo político
¡Asamblea!, ¡asamblea!, ¡asamblea!… suenan las sirenas como si un monstruo informe estuviera a punto de devorar el parlamentarismo democrático. Una tal escena, o similar, es convocada a menudo por analistas y tertulianos cuando hablan de los activismos, movimientos y partidos que han ocupado la escena pública en los últimos tiempos. Mientras los últimos reclaman las asambleas como forma virtuosa para el ejercicio de la política los primeros hacen de ella objeto de descrédito. Equiparan a las asambleas con anti-sistema y convocan de seguido el imaginario de la incapacidad política. Las asambleas, nos vienen a decir, son el lugar donde la posibilidad de que todos hablen impide que nadie se entienda, el espacio donde decidir en común paraliza la capacidad para tomar decisiones. En resumen, la asamblea es el sumun del mal político y el epítome del desgobierno, un monstruo de mil cabezas que nos aboca al desorden social. Se equivocan, sin embargo, los profetas del anti-asamblearismo.
Durante los últimos cinco años he (hemos) participado pacientemente en decenas de asambleas ciudadanas del tipo más diverso: en calles y plazas, centros culturales y edificios okupados. Lo he hecho como parte de las investigaciones antropológicas que hemos realizado en Madrid. No voy a hacer un panegírico de ellas; reconozco que en ocasiones no es fácil participar y soy consciente de sus limitaciones. A menudo me he sentido en un deja vú permanente: un bucle estilo ‘día de la marmota’ donde esto y lo mismo se repite una y otra vez. Reconozco que a veces —sentado, callado y quieto— mi imaginación se ha exaltado con escenas grotescas: saltaba sobre algún participante para atragantarle su demagogia o el monopolio de la palabra.
Creo, a pesar de todo, que las asambleas que han proliferado en los últimos tiempos constituyen un soplo de aire fresco para la renovación de nuestra vida pública y no me costaría mucho describirlas como espacios de una excepcional sofisticación política —sobre ello nos hemos extendido en algunas de nuestras publicaciones—. Los anti-(sistema)-asamblearista empeñados en desacreditarlas sólo pueden hacerlo desde la completa ignorancia —no han participado en ellas— o desde la animosidad tendenciosa.
Singularmente, los detractores del asamblearismo son al mismo tiempo firmes defensores del parlamentarismo democrático. Hecho paradójico porque por muchos ujieres lustrosos y mullidos sillones que lo amueblen, un parlamento es a fin de cuentas una asamblea —eso sí, con el gin-tonic a precios de saldo—. Así no lo recuerda vivamente Francia, donde su cámara de representantes recibe el nombre de Asamblea Nacional Francesa.
Sabemos que el desarrollo de nuestras democracias liberales ha ido acompañado de la construcción de unas arquitecturas particulares, esos edificios donde se aloja la política representativa: los parlamentos. En ellos se escenifica nuestra democracia al tiempo que tales edificios representan una concepción de la política representativa. Cada detalle arquitectónico ha sido cuidadosamente diseñado: la localización de las cámaras, su diseño espacial, la disposición de los asientos… todo ello nos habla de una manera de entender la política. Si los escaños enfrentados del parlamento británico evocan una política de la confrontación, el semicírculo de la asamblea francesa nos habla de una política del consenso. El imaginario político queda inscrito en la arquitectura y el diseño material de las cámaras que hospedan la asamblea.
Frente a la pomposidad de los parlamentos, las asambleas ciudadanas se mantienen gracias a arquitecturas modestas, provisionales y precarias. Quienes participan en ellas saben que la discusión de los asuntos públicos no se reduce a tomar la palabra o a muñir pactos, requiere por el contrario de un cuidado constante de los materiales que habilitan ese ejercicio. Lo que diferencia entonces a las reuniones donde ciudadanos dirimen asuntos públicos de los espacios de la política institucional no es su condición asamblearia —común en ambos— sino las condiciones en las cuales se celebran cada una de esas asambleas: los lugares, ordenaciones espaciales, técnicas sociales, géneros narrativos, tecnologías de archivo e infraestructuras materiales a través de las cuales determinados temas se tornan en objeto público: un asunto común que nos concierne a todos.
Mi participación en las asambleas ciudadanas me ha enseñado la sofisticación de esos encuentros. Las reuniones al aire del movimiento 15M celebradas por calles y plazas durante varios años son un ejemplo paradigmático, aunque no el único. Recuerdo los primeros meses de asambleas en el barrio madrileño de Lavapiés. Nos reuníamos cada sábado en la mañana o en la tarde. El orden del día se preparaba con antelación en una o dos reuniones previas. Cada asamblea contaba con un moderador, alguien que tomaba turnos de palabras, dos personas responsables de las actas y un equipo de facilitación encargado de intervenir en disensos. Después de cada asamblea, las actas eran transcritas, enviadas a la comisión de comunicación y publicadas en el blog.
Preocupados por las familias, en varias ocasiones se organizaron mini-asambleas. Adyacentes a la principal, permitían que padres y madres pudieran participar en la reunión general mientras sus hijos imaginaban un barrio distinto en una chiqui-asamblea. Algunas personas traían sillas para quienes tenían menos resistencia, otras ofrecían agua en verano para refrescáramos en común. Para muchas personas, estos espacios en la calle fueron un lugar de aprendizaje político. Nunca antes habían tomado parte en asuntos públicos y aunque hubieran militado estaban re-aprendiendo nuevas maneras de hacerlo.
La asamblea es una forma milenaria de abordar lo público, así que no estoy haciendo un alegato de novedad. Tampoco afirmo que las asambleas sean siempre el instrumento óptimo de gobierno: ahí tenemos nuestros parlamentos-asamblea adocenados. Hay muchos contextos activistas que desde hace años las consideran como un pésimo instrumento de gobierno —decide quien más aguanta—.
Cada momento histórico y cada contexto político tiene sus formas específicas de asamblearse: en mitad de un ágora poblada solo por hombres patricios, en el centro del municipio bajo la forma de concejos, o en encuentros de vecinos asociados y preocupados por su barrio. Por ello, la única manera de poner en valor una asamblea es atendiendo a su letra pequeña, a los procedimientos, retóricas, espacios y arquitecturas (literales y metafóricas) a través de las cuales ponen en práctica su ejercicio político. A través de esos aspectos cada asamblea nos habla de una manera de entender y practicar la política, en el sentido más amplio del término.
Hay una forma de asamblea —un estilo de asamblearse— que es singular en la política ciudadana de los últimos tiempo; podríamos caracterizarlo por su esfuerzo en airear una política distinta. Abiertas a la participación de cualquiera, en mitad de la calle, frágiles, precarias y amenazadas, las asambleas que han proliferado no ponen su esfuerzo únicamente en la toma de decisiones o en la producción de consensos, su energía se destina primariamente a sostener su mismo espacio político. Las asambleas que he conocido se afanan, antes que nada, por generar las condiciones para una política que toma residencia en la ciudad, se airea en la calle y de esa manera expande su cuerpo para incluir a quienes eran ajenos a los asuntos públicos: migrantes que no tienen estatus ciudadano, padres y madres que no disponen de tiempo, niños que son ignorados en los asuntos públicos… y todo aquel deseoso de tomar parte en la construcción de los asuntos comunes.
Tienen razón aquellos que conciben a las asambleas como un monstruo político porque desafían el orden oficial tal y como lo hemos conocido. Pero el monstruo asambleario no es una aberración de mil cabezas sino un conjunto de cuerpos frágiles y esperanzados que sostienen en común la posibilidad de otra política. Bien haríamos en reconocer que en los tiempos que corren las asambleas ciudadanas, del tipo que sean, son un bien urbano y un patrimonio político de un valor excepcional.
Imagen. La asamblea de Lavapiés, reunión en julio de 2012, uno de los maravillosos retratos de Enrique Flores. Puede verse su extensa crónica detallada de estos años aquí.
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